Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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brillante y significativa, --
cuál de los dos es el rey, si el que representa el retrato, o el que refleja ese espejo.
--El rey es el que se sienta en el trono, que no estás preso, y que, al contrario manda aprisionar a los de-
más. La realeza es el poder, y ya veis que yo no tengo poder alguno.
--Monseñor, --dijo Herblay con respeto más profundo que hasta entonces, --tened por entendido que, si
queréis, será el rey el que, al salir de la prisión sepa sostenerse en el trono en el que le colocarán sus ami-
gos.
--No me tentéis, --dijo con amargura el cautivo.
--No flaqueéis, monseñor, --persistió con energía el obispo. --He traído todas las pruebas de vuestra
cuna, consultadlas, demostraos a vos mismo que sois hijo del rey, y, después, obremos.
--No, es imposible.
--A no ser que, --añadió con ironía el prelado, --sea corriente en vuestra estirpe que los príncipes ex-
cluidos del trono sean todos ellos cobardes y sin honor, como vuestro tío Gastón de Orleans. que una y otra
vez conspiró contra su hermano el rey Luis XIII.
--¿Mi tío Gastón de Orleans conspiró contra su hermano? --exclamó el príncipe despavorido; --
¿conspiró para destronarlo?
--Sí, monseñor.
--¿Qué me decís?
--La pura verdad.
--¿Y tuvo amigos... fieles?
--Como yo lo soy vuestro.
--¿Y sucumbió?
--Sí, monseñor, pero por su culpa, y para rescatar, no su vida, porque la vida del hermano del rey es sa-
grada, inviolable, sino para rescatar su libertad, vuestro tío sacrificó hoy, el baldón de la historia y la exe-
cración de innumerables familias nobles del reino.
--Comprendo, --repuso el príncipe. --y mi tío ¿mató a sus amigos por debilidad o por traición?
--Por debilidad; lo cual equivale siempre a la traición en los príncipes.
--¿No puede uno sucumbir por incapacidad, por ignorancia? ¿Estimáis vos que un pobre cautivo como
yo, no solamente educado lejos de la corte, mas también de la sociedad, pueda ayudar a los amigos que
intentaren salvarlo?
Y en el instante en que Aramis iba a responder, el joven exclamó de improviso y con ímpetu, que reveló
el ardor de su sangre: --Sí, hablamos de amigos; pero ¿a título de qué tendría yo amigos, cuando no hay
quien me conozca, y, para agenciármelos, no tengo libertad, dinero, ni poder?
--Ya he tenido la honra de ofrecerme a Vuestra Alteza Real, --dijo Aramis.
--No me deis ese calificativo; es una irrisión o una crueldad. ¿Para hablarme de grandeza, de poder y
aun de realeza debíais escoger una prisión? Queréis hacerme creer en el esplendor, y nos ocultamos en las
tinieblas. Me ensalzáis en la gloria, y ahogamos nuestras palabras bajo las colgaduras de esta cama. Me
hacéis vislumbrar la omnipotencia, y oigo en el corredor los pasos del carcelero, pasos que os hacen tem-
blar a vos más que no a mí. Para que sea yo menos incrédulo, arrancadme de la Bastilla; dad aire a mis
pulmones, espuelas a mis talones, una espada a mi brazo, y empezaremos a entendernos.
--Ya es mi intención daros todo eso, y más, monseñor; pero ¿lo queréis vos?
--No he acabado todavía. --repuso el joven. --Sé que hay guardias en todas las galerías, cerrojos en to-
das las puertas, cañones y soldados en todos los rastrillos. ¿Cómo venceréis vos a los guardias? ¿cómo cla-
varéis los cañones? ¿Con qué romperéis los cerrojos y los rastrillos?
--¿Cómo ha llegado a vuestras manos el billete en el cual os he anunciado mi venida, monseñor?
--Para un billete basta sobornar a un carcelero.
--Pues quien dice un carcelero, dice diez. Admito que sea posible arrancar de la Bastilla a un pobre pre-
so, que lo escondan en sitio donde los agentes del rey no puedan tomarlo, y que nutran convenientemente al
desventurado en un asilo incógnito.
--¡Ah! monseñor, --repuso Aramis sonriéndose. --Admito que el que hiciese tal por mí, fuese ya más que un hombre; más siendo yo, como decís, prínci-
pe, hermano de rey, ¿cómo vais a devolverme la categoría y la fuerza que mi madre y mi hermano me han
ocultado? Si debo pasar una vida de rencores y de luchas, ¿cómo haréis que yo venza en los combates y sea
invulnerable a mis enemigos? ¡Ah! antes bien sepultadme en negra caverna y en lo más intrincado de una
montaña: proporcionadme la alegría de oír en libertad los rumores del río y del llano, de ver en libertad el
sol, el firmamento, las tempestades; esto me basta. No me prometáis más, porque no podéis darme más y el
engañarme sería un crimen, tanto más cuanto os llamáis mi amigo.
--Monseñor, --repuso Aramis después de haber escuchado respetuosamente, --admiro el firme y recto
criterio que dicta vuestras palabras, y me huelgo mucho de haber adivinado en vos a mi rey. Se me había


 

 
 

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